Por: Manuel Limay Incil.  

Artista visual. Gestor del salón de fotografía “La otra luz”.

El día que Daguerre obtuvo su primera captura fija en 1835, perfeccionando los anteriores ensayos químicos de Niepce, un haz de luz fue atrapado para dar cuenta objetiva de la realidad —la imagen— todo ello de la mano de la caja oscura, más tarde cámara fotográfica.

La historia reconoce la técnica de Niépce como la primera en capturar la luz. Aquel proceso consistía en colocar una placa de peltre untada con betún de Judea en el interior de una cámara oscura, situó esta frente a una ventana, y al cabo de ocho horas enjuagó la placa con una solución de aceite de lavanda. Como resultado, se lograba apreciar una imagen del paisaje exterior en aquella superficie bidimensional.

Los constantes perfeccionamientos técnicos en el proceso de atrapar la luz y lograr la imagen “perfecta” dotaron de versatilidad y sagacidad a la cámara, confiriéndole un poder que en la posteridad la impulsarían a romper su confinamiento —saltar la ventana y caminar hacia la luz—. ¿Acaso un impulso inmanente a su naturaleza? ¿Un salto de libertad o un salto al vacío infinito?

Roland Barthes ha dicho que “[...] la fotografía recoge una interrupción del tiempo a la vez que construye sobre el papel preparado un doble de la realidad”. Haciendo uso de este poder, la cámara, desde entonces, ha reportado a la casa diversos ensayos, formatos y discursos matizados en su ejercicio de retener la luz.

En este trance de “libertad”, la fotografía, hacia 1932, acompañado del grupo “f/64”, promulgó su identidad como tal lejos de aquellos discursos que apuntalaban su existencia desde criterios arraigados a otros formatos artísticos. Tuvo la oportunidad de de-construirse y construirse en su esencia.

A casi dos siglos de aquel salto de libertad, y obligada por las circunstancias sanitarias, de una pandemia que amenaza la vida de los seres humanos, la cámara, ha retornado a casa, trayendo consigo, un álbum de imaginarios dispersos que efectivamente dan certeza de la realidad, aquella realidad que la ciencia considera configuraciones pasajeras, criterios que desde luego evaporan nuestra existencia.

Un apartado bíblico en Lucas y Mateo, cual acto profético y caprichoso discurso exponen: “La lámpara del cuerpo es el ojo; cuando tu ojo es bueno, también todo tu cuerpo está lleno de luz; pero cuando tu ojo es maligno, también tu cuerpo está en tinieblas”.

La cámara ha retornado a casa por la misma ventana de la que salió. Con su aspecto evolucionado intenta salvaguardar la integridad de las personas, se reinventa, tiene la capacidad de mutar en todas sus formas, registra y recrea discursos utópicos y distópicos. Intenta sanar el universo, intentos que desmayan ante la fatalidad del virus, pero que acogen la condición humana.

Hemos vuelto al origen a seguir observando desde la ventana. Un acto de nostalgia por la luz nos consume, nuestros cuerpos se han situado al límite de las tinieblas. Ahora nos necesitamos a un metro para vivir y la luz es fría a esa distancia.

Saltar la ventana, respirar fuera de ella, pasar de la disciplina a la indisciplina —la cámara ha conspirado sobre la luz— hemos vuelto y sabemos que el cuerpo no termina en la piel.

Es sensato cuestionar entonces nuestro retorno hacia la luz, es sensato mirar con ojos sanos la realidad dentro y fuera de la ventana, pues, de ello depende la claridad de nuestros cuerpos. Reflexiones y conocimiento acumulados serán el estenopo que ilumine nuestro segundo salto hacia la luz y configure una nueva realidad llena de historia. Un liberarse de este encierro sin perder el rumbo adquirido para reafirmarse en otro espacio, en un tiempo con luz.