Por: Julio Zúñiga.
Rostros que bailan bajo el cielo de Apurímac

Regresamos dos días después de la inauguración: la alfombra roja que nunca pusieron ya es polvo y los regidores-influencers han vuelto a su Wi-Fi municipal tan rápido como mandados. Retumba en las paredes el zapateo y los pasos elegantes de coqueteo de los Negrillos de Andahuaylas —sátira colonial del siglo XVII, según la Escuela Nacional de Folklore—. Se cuelan los requiebros de los incachas con sus huaracas hechos de alambre; la coquetería de Úrsula con los dos viejos antitéticos, uno bruto y otro capaz. La marcialidad de la Huaylía, con esos zapatos hecho en madera de doble piso. En medio del silencio cuelgan Machuq, Payaq, Caporal, Tiburcio, Anacleto, Ukumari; personajes arquetipos de las fiestas patronales con rostros que parecen preguntar si aún tenemos vergüenza. El maestro Eleazar Ripa Tello —sesenta y cinco años de oficio— sigue allí, buso deportivo, sentado en una edad experimentada y manos teñidas de barniz. A pesar de la hora, el maestro Eleazar Ripa Tello permanece de pie junto a sus obras. Enciendo la grabadora sin que se dé cuenta para hacer contacto visual y preguntarle las más mínimas inquietudes de un investigador: clic.

foto por: julio zúñiga.

«Maestro —pregunto—, ¿qué ha cambiado desde la inauguración?». «Menos flores y menos flashes —sonríe—, pero más conversación, así debería ser el arte: fiesta el primer día, diálogo el segundo. La exposición empieza cuando la autoridad se va, mejor dicho, se han ido los cristales fríos de las copas y los murmullos de gente que opina sin que nadie se lo pida señalando de artesanía al arte». El comentario nos sacude y pienso: ¡El arte, queda claro, despierta cuando el protocolo duerme!

Anatomía del desparpajo

Antes de cualquier pincelada ocurre en el barro rojizo de Pacucha. Eleazar esculpió, esculpe y esculpirá pómulos-cerro, narices-abismo, dientes-arista. Esa primera matriz, nos explica, funciona como el “bosquejo tridimensional” que Erwin Panofsky colocaría en el primer nivel iconográfico: la forma pura. Cuando la arcilla seca, cubre el molde con cartón prensado y engrudo de chuño; los encargos más finos se tallan en pino ayacuchano. Tres días después, varias capas de acrílico lo devuelven a la vida. Los ojos —azules de cielo Chanka, verdes de maíz tierno, marrones de tierra mojada, incluso rosados irónicos— reciben venas mínimas que un pincel del cero sugiere; capilares insinuados con blanco titán para dotar de “vida” al iris. Seguramente, Rudolf Arnheim llamaría a esto “tensión cromática”. Para los Negrillos, el bigote se fabrica con cabello humano de barbería, lavado, peinado y pegado mechón por mechón: coquetería que huele a colonia barata y dignidad popular.

Comparadas con las máscaras venecianas, que esconden rostros de pecado y morbo cual hedonismo fugaz, las de Andahuaylas exponen arrugas para un desahogo comunitario de los que ven estupefactos en la danza. Si se equipara con las de Noh japonés, que petrifican emociones únicas, estas exageran gestos hasta el límite del cómic grotesco, pero de personas reales y vivientes. Frente a los Diablos de Yare venezolanos, que representan el triunfo del bien sobre el mal, las obras de Eleazar dramatizan la ambigüedad moral cotidiana: autoridades ridiculizadas y pueblo enaltecido. Aquí nadie se salva, ni siquiera el cura que procura a muchachas.

Retrato hablado de un pueblo

Sobre la pared, —señala con el dedo índice, muy seguro— la máscara del exalcalde y gamonal turco, Camilo Abuhadba: nariz lampiña, lunar gigante, labios como trasero de mandril y ojos acusadores de inocentes; quizás un recuerdo de sus gestiones a punta de bala en las oficinas del gobernador regional. “El viejo fue campeón de tiro allá en Pochccota”, dice Eleazar enfático. A su costado, en fila vertical Avicha, una dama querendona del mercado, luce nariz puntiagudo y sonrisa de loca. Más allá, el diablo joven Mallqusupay se ríe con dientes fosforescentes cuando engaña a los pecadores.

foto por: julio zúñiga.

«El humor —graba la grabamos— es la manera más fina de criticar a los poderosos; Baktín lo llamaba carnaval», lo de Baktín es nuestra porque el autor insinúa que sus rostros son únicos porque nacen de los llamados alcaldes.

Lunares, arrugas, arcos de ceja preparados para leerse a diez metros durante el pasacalle y en los tres días de fiesta de Año Nuevo en la plaza de Andahuaylas. Umberto Eco describía la caricatura como “honestidad brutal”; aquí asoma con tanto volumen que Eleazar la vuelve volumen respirable.

Cada pieza cuesta ciento veinte soles: “precio-rescate” para que siga bailando y no se momifique en una vitrina de un museo, colección o vitrina de algún adinerado limeño. «Lo vendemos barato —explica Eleazar— porque el verdadero valor es que se use». A ello Clifford Geertz llamaría: “el objeto existe solo en la red social que lo activa”. Lo que es lo mismo, si el arte no vive con la gente entonces se muere.

Linaje Ripa, archivo viviente
Imaginamos una foto sepia, —mientras describe—, al bisabuelo José Ripa Cerpa donde sostiene cincel de hierro y guitarra; a su lado el abuelo Nataniel Ripa que ya empuña pincel fino. Los siete hermanos Ripa reparte el talento: mármol, madera, óleo, cartón y ebanistería, como si el arte fuese un ecosistema familiar. Hoy, los nietos Eduardo, Eleazar (jr.) y Rudy practican después de clases, moldeando sus primeras narices inflamadas. El nieto mayor, de trece años, “modela plastilina mejor que el abuelo, aunque el celular lo acosa” —dice indignado. La malla metálica, antes, llegaba en bus desde La Paz; viajaba el padre y volvía con rollos al hombro. Hoy Eleazar presume un pedido récord: ciento veinte máscaras para Huancayo en cuarenta y cinco días, precisión de fábrica sin fábrica. Por la noche, los Ripa afinan el temple carnavalero —afinación andina de guitarra— y tocan mientras las máscaras se barnizan Deborah Poole definiría este taller como “memoria encarnada”; el conocimiento viaja en la postura de las manos, en el ritmo de la respiración que acompaña cada trazo y la siguiente generación anuncia que el arte no desaparecerá.
Crítica con filo y sin vaselina

La sala, una pared blanca, luce sin cédulas museográficas, sin códigos QR, sin cronología que conecte con la biografía del artista. El alcalde Abel Serna cortó la cinta, hizo que subieran la historia a la odiada página municipal y huyó antes de que acabara el champán Santa Rosa en las botellas. La División de Cultura se excusó en otra “reunión de comité”; los regidores contestaron con un emoji. El presupuesto se fue en un tríptico mal escrito y sin tilde en la palabra ‘máscara’. El papelito que, otorgan a los turistas en blanco y negro, se agota el segundo día, apenas hubo para mí. Eleazar lo confirma en mi grabadora: «Dicen que no hay presupuesto; para un pasacalle político sí hay, para hacer un nuevo himno de Andahuaylas uff, pero para un rótulo, no». Las máscaras, mientras tanto, gotean barniz en un piso sin siquiera un felpudo. «Para pintar sus paredes de campaña sí hay plata —masculla Eleazar—.

Esta ausencia institucional contrasta con el compromiso del público. Una señora campesina cuenta cada moneda y compra; mientras otro citadino avejentado lo hace con billetes guardados en su monedero bordado. Un adolescente tiktoker transmite en vivo la máscara de Tiburcio mientras improvisa un minidocumental. Sin embargo, falta un curador que contextualice la obra con las danzas, un conservador que garantice la limpieza de las piezas, y un fondo municipal que incentive a los artistas para mejores exposiciones o al menos para que eleve el valor económico. El arte sobrevive por pura terquedad de los artistas y los pocos muertos de hambre que la promocionamos y a veces hablamos mal porque tenemos dedo para teclear.

Necesidad de un espejo más grande

Michael Baxandall recuerda que la tradición es traducción entre épocas: si Andahuaylas no escribe su nota al pie, Lima la redactará con exotismo turístico y el extranjero se apropiará de la identidad. La Huaylía, ya Patrimonio Cultural, necesita máscaras vivas, no meros highlights de Instagram ni menosprecios de aculturados que creen que el Perú es Lima.

Insisto con la pregunta final a Eleazar: ¿qué le diría al ministro de Cultura si lo tuviera enfrente? Pauso, la grabadora expectante: «Una máscara vale ciento veinte soles; perder la identidad cuesta infinitamente más. Si no bailamos con nuestra cara, acabaremos usando la de otro». La frase rebota en las paredes y deja un zumbido que me recuerda al eco de la concha acústica vacía en San Marcos. Es como el sonido de campana sin misa.

Epílogo: Un llamado a la complicidad
Esta crónica pretende o al menos busca herir sensibilidades para ser la primera piedra. Antropólogos, historiadores, curadores, filósofos de la estética y gestores limeños: salgan de Miraflores y de Barranco y suban al bus; una máscara de cartón puede morder al poder. Andahuaylas es un laboratorio vivo que urge catalogar y proteger; difundir y estudiar. Porque, como escribió José María Arguedas, «el Perú está hecho de todas las sangres», pero la sangre se enfría cuando no se baila con la máscara. Mientras la última máscara no se calle, habrá un ojo dispuesto a devolvernos —sin filtros— el rostro que merecemos ver. Quien se atreva quizá descubra su verdadera cara. Y las máscaras, esas caras de cartón que hoy ríen, lloran o gruñen desde la pared, nos recuerdan que el arte —sobre todo el popular— es el único que cuida celosamente de la identidad. De lo contrario terminaremos siendo un ciudadano cosmopolita sin raíz y uno más de lo homogeneidad.