Por: Julio Zúñiga Pastor.

Historiador del Arte y periodista cultural.

Chichita para la entrada al cine Antón Spinoy

Si usted cree que el cine es un lujo para millonarios, con estudios que brillan más que una constelación y actores de renombre, prepárese para que le duela la nalga: en Andahuaylas, un puñado de locos soñadores armó una película casi sin nada, y la bautizaron El secreto del halcón.

Imagine un set sin cámaras de última generación, sin lentes con bokeh, sin guionistas profesionales, incluso sin un solo taller de cine: todo lo que ve en pantalla nació de la obstinación, de la memoria colectiva chanka y de tres años de ensayos bajo el sol de los Andes.

Víctor Zarabia Almanza —director, guionista, protagonista, camarógrafo, maquillador y entrenador de artes marciales— tomó un bisturí metafórico para diseccionar los sueños y los miedos de su tierra. ¿Saldrá sangre? Sin duda. ¿Habrá vida en ese pulmón abierto? Más de lo que usted imagina. Vamos a diseccionar esta obra como quien abre un cuerpo sin anestesia, para saber si el corazón le sigue latiendo.

Dirección: el hombre que hizo cine con las uñas

Víctor Zarabia Almanza, natural del corazón de Andahuaylas, no dirigió una película: sobrevivió a ella. Este joven cineasta andahuaylino se convirtió en el artesano de una epopeya que parece haber sido cosida con hilo dental. Descubrió de niño que el eco de las montañas pedía historias. Él fue actor, camarógrafo, guionista, maquillador, entrenador y director de arte. Un solo cuerpo absorbiendo todos los roles que, en producciones convencionales, se reparten entre decenas. Su pasión, marcada por las artes marciales y el legado de los chankas, da forma a una cinta que, si no puede competir en técnica, compite en voluntad. Si ganara un óscar, se los llevaría todos.

Su primer largometraje, El último guerrero chanka, le enseñó que el cine no perdona la torpeza técnica. Varios años después, vuelve a la carga como un demiurgo improvisado: graba, actúa, dirige, maquilla y hasta barre el set. Amén, presentó el mismo a sus actores y colaboradores él mismo en el cine.

Lejos de un cuadro de Wes Anderson o de la precisión geométrica de Kubrick, aquí la cámara respira al mismo ritmo de los actores. No hay collage de planos estilizados, sino una coreografía rudimentaria que habla de un territorio vivo. Bazin decía que el cine verdadero captura la “realidad como abrazable”. En El secreto del halcón, esa realidad se presenta en fidelidad brutal y sin maquillaje digital: solo sudor, tierra y puños al aire. No hay aquí encuadres milimétricos ni movimientos de cámara calculados. Hay intentos. Hay alma. Como dijo Godard alguna vez: “No es lo que se ve en pantalla, es lo que se siente detrás de ella”. Y esta película transpira esfuerzo desde cada plano.

Actuación: pan recién horneado, pero sin levadura

No espere usted diálogos de guionistas con posdoctorado en dramaturgia. Los intérpretes de El secreto del halcón poseen un talento orgánico que brota sin pasta de azúcar ni manos de chef. Sus personajes son planos, es cierto, pero ofrecen una urgencia elemental: buscan justicia por un insulto y proteger un talismán ancestral. Nada más. Y, a veces, nada menos.

En medio de esa frescura expeditiva surge Magaly Solier, la embajadora internacional de nuestro cine, nacida en Ayacucho y triunfadora en Venecia. Con su presencia engrandece cada escena de recuerdo y ternura. Ella, con formación y tablas, sostiene un puente emocional que hace creíble el universo tosco de sus compañeros. Cuando llora, no hay truco: hay una nación entera en duelo. Su participación no solo enriquece el filme, lo ennoblece. Hizo patria, sí. Y lo hizo en silencio, como los grandes.

Arte y vestuario: cuando Mortal Kombat visita a los chankas

Aquí el diseño de arte es más intuición que construcción. Los sets son naturales, paisajes reales que fungen de escenario sin intervención estética. La estética de la cinta es un diálogo caótico entre la tela andina y el sprite de un videojuego de lucha. No hay diseñador de producción ni plan de arte. Solo paisajes reales —montañas, callejones de adobe, restaurantes, casonas centenarias— y vestuarios que mezclan ponchos, tobilleras, y cinturones con hombreras de guerrero digital.

Ese sincretismo poco refinado recuerda las palabras de Walter Benjamin: “La auténtica experiencia se despoja de aureola y se muestra en fragmentos”. Aquí, cada prenda improvisada funciona como fragmento de cultura viva. No aspiró a más: quiso conservar la raíz, aunque el resultado parezca un boceto a medio terminar. Un sincretismo ingenuo, pero con encanto: como intentar bordar un tapiz con sogas de ichu.

Guion: una historia con músculo, pero sin cerebro técnico

El libreto plantea una misión muy clara: rescatar la dignidad del agraviado y apoderarse de un talismán para convertirse en maestros supremos de las artes marciales. No hay giros ingeniosos, ni subtramas sofisticadas. Hay fe en el mito chanka y en los puños al viento. No brilla como diamante, pero tiene la materia prima. Antonioni decía: “El cine no debe contar historias, sino emociones”. Y aquí hay emoción —inmadura, desbocada, sí— pero real.

Jean-Luc Godard advertía: “El cine es verdad 24 veces por segundo”. El secreto del halcón no miente: su verdad es cruda, incluso tosca. El guion, escrito en servilletas y noches de mate de muña, palpita con la pasión de quien no teme al vacío, sino que lo transforma en motor de creación.

Fotografía y color: un cosmos textil fuera de control
En este apartado, la cámara es testigo más que arquitecta. No hay manejo de profundidad de campo, ni juego de perspectiva, ni composición cuidada. Pero, de pronto, el caos produce belleza. La luz natural se filtra sin filtros: un rayo de sol puede convertir un plano en accidente poético, o dejar un rostro sumido en la penumbra. Hay contrastes fuertes, colores encendidos, saturaciones sin regla. ¿Técnica? No. ¿Memoria inconsciente del textil andino? Tal vez. Como si el director recordara la paleta de su tierra sin saber que la estaba usando.
Música y sonido: tracks libres como aves sin nido

La banda sonora se compone de pistas libres de derechos, descargadas de la red como quien recoge leña caída. A veces acompañan bien los combates; otras, sepultan diálogos vitales. No hay mezclador profesional: el audio se siente crudo, desprolijo.

Sin embargo, en ese ruido hay un pulso: la urgencia de convertir cada golpe en eco, cada grito en tambor. Para el oído refinado, puede ser una tortura; para el entusiasta, suena a canto de resistencia. El oído entrenado se queja, el público andahuaylino aplaude. Y eso dice algo.

El público: el protagonista invisible

Lo admirable no está en el metraje, sino en la grada. El Cine Antón Spinoy —con sus goteras, sus pisos agujereados y una acústica que araña los oídos — se quedó pequeño. Cientos de espectadores, desde ancianos hasta adolescentes con primaria incompleta, pagaron diez soles para apoyar a sus paisanos. No fueron a ver cine: fueron a ver a sus paisanos hacer cine. En un país donde la minería financia la fuga de capitales y no el arte, Andahuaylas respondió con su propia moneda: el respaldo. ¿Acaso Las Bambas se pondrá la camiseta?

Aquí sucede un milagro fáustico: una comunidad que no recibe un sol de la minería Las Bambas invierte su esperanza en un arte forjado con migajas. Ese aplauso es el latido verdadero de la película. El público llenó el gigantesco salón. Hasta los pasadizos. Hasta donde no había asiento, había fe. Este pueblo —que vio nacer a artistas, poetas y luchadores— hoy le da oxígeno a un cine artesanal que nadie quiso financiar. Y eso, amigo lector, merece más que una ovación.

Epílogo: el halcón que alzó vuelo sin alas

El secreto del halcón no entrará en las antologías del cine técnico, ni verá la alfombra roja de Cannes. Pero ha sobrevivido al abandono institucional, a la falta de recursos, a la ausencia de promotores, de técnicos y de apoyo.

Como un judío que escapó de la cámara de gas, esta película camina por el mundo con la herida abierta y el mensaje intacto: el arte se puede hacer sin nada. Con lo mínimo. Con el alma. Como un ave con las alas maltrechas, ha volado. El secreto del halcón no es una película como las que usted ve en Netflix. No tiene calidad visual. No tiene guion pulido. No tiene música original. No tiene escuela detrás. Pero tiene algo más difícil de conseguir: el intento.

Es un monumento a la fe creativa, una demostración de que el arte brota aun en terrenos áridos. Un recordatorio de que, si la materia prima es el alma, el ingenio puede suplir cualquier carencia. Este film no es un espejismo: es la huella viva de Andahuaylas, tallada con bisturí y con uñas.

¿Es cine? Tal vez no para Cannes. Pero para Andahuaylas, es historia.

Y usted, amable lector, ¿se atreve a pensar qué otras maravillas ocultas esperan en los rincones olvidados de nuestra tierra?