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“1982”: El Andahuaylas que se pintó de tonos tierra para ganarle al olvido

Cinta fue ganadora del Premio Comunidad PUCP a la Mejor Película Competencia Peruana del 29° Festival de Cine de Lima.

Publicado: hace 3 horas

Por: Julio Zúñiga Pastor.

Por más que uno quiera, hay películas que no se ven: se viven. 1982, la ópera prima de Juan Carlos García, es de esas que se te meten en la piel como el polvo seco de la carretera de Andahuaylas después de una llovizna ligera. Una cinta que viaja con las alforjas llenas de memoria, dolor y dignidad, y que encima ha regresado con medallas colgando del cuello: premios en Cuba, Canadá, y el Premio Comunidad PUCP a la Mejor Película Competencia Peruana del 29° Festival de Cine de Lima, este último para su tierra natal Andahuaylas.

Color: la paleta que huele a adobe y a sol de tarde

Si el ojo humano es un poema, aquí Marco Arauco le puso estrofa y rima. El color de 1982 se arrima a los tonos tierra y cálidos como si hubiese sido filtrado por una tarde ochentera en la sierra. Esa gama cromática, que haría feliz al mismísimo Edward Hopper por su nostalgia iluminada, se siente como una frazada andina que abriga y a la vez recuerda que hay noches frías. El encuadre, siempre justo, parece responder a lo que decía André Bazin: “La composición debe dejar respirar la realidad”. Y vaya que aquí respira, con tomas que encuadran la dignidad rota y la esperanza terca.

Dirección: una memoria contra la amnesia

García ha dirigido esta historia como quien abre un álbum de fotos donde algunas páginas están quemadas. Entre recuerdos y cicatrices, monta un duelo coreografiado entre la corrupción —fiscales y policías que huelen a aguardiente rancio— y la justicia impotente encarnada en el profesor y activista, padre del joven Tato. La cámara lo cuenta todo: la espada y la pared en la que se debate la inocencia de Tato, ese niño de 12 años interpretado con un candor que incomoda y enternece, como diría García Márquez, “el candor que sobrevive en el filo de la navaja”.

Fotografía: travelling que arrastran el corazón

Marco Arauco afina su lente como un charanguero que afina antes de una yaraví: suave, preciso, íntimo. Los travelling no son meros desplazamientos, sino sogas invisibles que jalan al espectador hasta dejarlo frente al rostro de la injusticia.

Arte y Vestuario: arqueología del detalle

Aquí no se jugó a la improvisación. En el departamento de arte se reconstruyó la época con una seriedad que haría asentir a un etnógrafo. Las gaseosas en botellas de vidrio, las ollas hirviendo a leña, la ropa donde hasta los botones cuentan una historia. El vestuario parece susurrar lo que decía Walter Benjamin sobre la historia: “El verdadero rostro de la historia es el de las cosas pequeñas”.

Música: silbidos que cuentan más que las palabras

No hay un gran compositor con partitura en mano, pero hay algo mejor: música en vivo que se cuela por las rendijas de la realidad, y silbidos que huelen a calle de barrio y a domingo sin prisa. La banda sonora no acompaña: se mimetiza, se confunde con el aire y termina siendo personaje.

Escenarios: la sierra como testigo y juez

Andahuaylas no es un fondo pintado: es actor principal. Cada cerro y cada callejuela parecen haberse puesto su mejor ropa para contar esta historia, pero sin ocultar sus arrugas. La cámara busca ángulos que muestran lo hermoso y lo agrio, como quien sirve un plato donde el ají y el dulce se abrazan sin miedo.

Elenco y créditos: el tejido humano detrás del telón

Alain Salinas, Julia Thaís, Julio Zúñiga, Manuel Molina, Atilio Reynaga, Alberic García, Júnior Béjar, Aurora Torrin y todo el elenco bordan interpretaciones que se sienten más vividas que actuadas. Paul Córdova, el productor, merece aplausos por apostar el pellejo en esta aventura. Y no olvidemos al experimentado Jorge Prado, asistente de dirección, que con pulso firme ayudó a mantener el barco a flote en mares de alta marea.

Cierre de festival: aplausos que hacen eco en la sierra

Cuando las luces se encendieron y los créditos comenzaron a rodar, no fueron solo nombres los que pasaron por la pantalla: fue el corazón de un pueblo entero. 1982 no es una película que se vea con los ojos, sino con la memoria y con las tripas. Es el tipo de cinta que, si la dejas, se te queda a vivir en la conciencia como ese silbido lejano que no sabes si viene de un niño jugando o de un pasado que se niega a ser olvidado. Y ahí, entre butacas y aplausos, Andahuaylas entendió que su voz ya no es un eco: es un grito que ha cruzado fronteras.


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